Libros del zorro reedita la mítica novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, con las palpitantes ilustraciones de Ralph Steadman

¿Cómo es posible vaciarse tanto? La existencia de los personajes de la ciudad escenario de Fahrenheit 451 está tan disminuida que el lector se esfuerza por convencerse de que él nunca pertenecerá a esa deriva. Pero la duda permanece

La novela de Bradbury (cuya primera edición data de 1953) muestra una sociedad mediatizada, exenta de valores y de cualquier tipo de representación cultural, cuyo gobierno ha decretado la prohibición de los libros. Los bomberos son los encargados de destruirlos, y así lo hacen a 451 grados Fahrenheit, que es la temperatura exacta en la que el papel empieza a arder.

Pero lo más desasosegante de la historia que nos relata Fahrenheit 451 —por muy paradójica que parezca— no es que los libros estén prohibidos sino que la inmensa mayoría de la población tema su existencia. En esa ciudad sin nombre y, por lo tanto, valedora de todos los nombres posibles, sus habitantes están convencidos de que los libros hacen enfermar. La desasogegante felicidad de una vida sin vida. Los síntomas que la lectura produce son totalmente innecesarios para una existencia placentera: autoconocimiento, pensamiento, nostalgia, emotividad, reflexión, autonomía, tristeza. ¿Qué necesidad hay de adentrarse en este submundo escabroso? ¿Para qué leer si el conocimiento te hará irremediablemente infeliz? ¿Por qué, entonces, desdeñar la ignorancia? ¿Desaparece el dolor al no ser nombrado?

Asimismo, los ciudadanos de esta ciudad acatan todas las normas que procedan del poder sin cuestionarlas. Una mayoría consistente y opresora que se une a las fuerzas del orden para eliminar cualquier rasgo disidente o disímil que pueda surgir. Les va la vida en ello.

Ray Bradbury es un escritor que domina los diálogos pero, sobre todo, posee el secreto de la descripción. A través de estas exposiciones, Bradbury crea atmósferas sugestivas y una estética llena de contenidos. Igualmente, su «simulada» tercera persona nos muestra a un ambiguo protagonista, Guy Montag, que habla directamente al lector conformando lo que René Wellek y Austin Warren definieron: «Un personaje de novela sólo nace de las unidades de sentido; está hecho de las frases que pronuncia o que se pronuncian sobre él». Y así comienza Fahrenheit 451 (en la traducción de Marcial Souto), en el que el bombero «narrador» se presenta y, a la vez, muestra el entorno en el que vive, con una rotunda reflexión: «Qué placer era quemar. Qué placer especial era ver cosas devoradas, ver cosas calcinadas y transformadas. Empuñando con ambas manos la boquilla de latón, blandiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sentía que la sangre le latía en las sienes y que las suyas eran las manos de un increíble director que acometía todas las sinfonías de fuegos y fulgores para demoler los andrajos y las carbonizadas ruinas de la historia. Con el casco simbólico —451— sobre la imperturbable cabeza y un brillo anaranjado en los ojos, concentrado en lo que iba a ocurrir, accionó el deflagrador y la casa saltó envuelta en un fuego que consumió el cielo nocturno pintándolo de rojo, amarillo y negro. Caminó a zancadas rodeado de un enjambre de luciérnagas…».

El dibujante y caricaturista británico Ralph Steadman subraya con sus intensas ilustraciones —remarcadas con fogonazos de rojo como manchas de sangre o de perturbaciones inciertas— el carácter violento de una sociedad que anula al individuo.