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¡Zas! Madrid | March 19, 2024

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Entrevista a Eduardo García

Entrevista a Eduardo García: bajo la superficie de las cosas, su reverso, ir al encuentro de las islas sumergidas
Emilia Lanzas

Eduardo García: «La vocación de la poesía es navegar contracorriente»

Premio Nacional de la Crítica con La vida nueva, Eduardo García es profesor de Filosofía en Córdoba desde 1991, como poeta es autor de Las cartas marcadas, No se trata de un juego, Horizonte o frontera, Refutación de la elegía y Duermevela, así como de recopilaciones de su obra, dentro y fuera de España, como la antología temática Las acrobacias del deseo, Casa en el árbol y la edición bilingüe Antologia pessoal.

Eduardo García, Emilia Lanzas e Inés Mendoza, en la presentación de 'El síndrome del pez'.

Eduardo García, Emilia Lanzas e Inés Mendoza, en la presentación de ‘El síndrome del pez’.

¿Por qué has decidido escribir un libro de aforismos como Las islas sumergidas?

Siempre he vivido en la frontera entre dos mundos. Por las mañanas soy profesor de Filosofía; por las tardes, un poeta entregado a sus ensoñaciones. De pronto el aforismo se me reveló, para mi sorpresa, como el puente capaz de reunir ambas orillas. Un espacio en donde el filósofo ha logrado al fin fantasear a sus anchas, desplegar en plásticos símbolos un modo de mirar, mientras el poeta asiste al alumbrar feliz de una idea encarnada en las palabras.

Las-islas-sumergidas,-de-Eduardo-Garcia.

¿Cómo surge la idea y cómo se va puliendo?¿Cómo crea un aforista?

Del aforismo puede decirse lo mismo que decía Mallarmé de la poesía: que no se hace con ideas, sino con palabras. Rara vez logra cuajar un aforismo que nace como idea a la que con posterioridad buscamos una precisa formulación en el lenguaje. Muy al contrario, tan sólo en el exacto brotar de unas palabras que chispean entre sí puede ver la luz un aforismo. Es obvio que tales palabras han de ofrecer, además, una sugerente perspectiva, una diminuta iluminación. Pero no se trata de alumbrar algo así como una «idea» previa que luego habremos de «traducir» en símbolos. Pensar simbólicamente, en imágenes. Un pensar indisociable de las precisas palabras donde brota.
En cuanto al pulido, lo cierto es que en ocasiones el aforismo nace ya en toda su pureza, listo para herir la sensibilidad. Pero con mayor frecuencia requiere un largo proceso de sucesivas revisiones: un implacable bisturí para ir desnudándolo hasta dejarlo en huesos. Nunca imaginé el colosal esfuerzo que es preciso invertir para dar a luz el más puro lenguaje. Tan sólo un puñado de palabras necesarias.

¿Qué aporta el aforismo frente a otros géneros?

Participa de la poesía en su búsqueda de la máxima concentración del lenguaje, así como en el cultivo de imágenes y símbolos para dar cauce al pensamiento. De hecho, el buen aforismo acostumbra desplegar una pincelada poética. Pero también ha de generar un lúcido chispazo en el lector, despertarlo a una insólita perspectiva. Tal es quizá su peculiar aportación: generar un revuelo de ideas, una puesta en cuestión de lo consabido, abrir ventanas a inéditas lecturas de la realidad.
El ensayo puede articular ideas, pero construye con ellas una catedral gótica, sometidas a la camisa de fuerza de la cadena argumentativa, la lógica del concepto, sus sólidos barrotes. El aforismo es guerra de guerrillas, escaramuza del lenguaje, dinamita verbal. No da a luz una red de conceptos, sino un fluir de imágenes simbólicas, sus hondas sugerencias.

¿No hay pensamiento si no desenmascara las apariencias?

Hilvanar tópicos es la imagen invertida del pensar. Tan sólo alza el vuelo el pensamiento cuando empezamos a pisar «terra incognita». Vivimos atrapados por ideologías fraudulentas, absortos en usos y modos heredados que distorsionan nuestra percepción de las cosas. Basta encender el televisor para darse de bruces con un auténtico cementerio de ideas, una fantástica montaña rusa repleta de luces de neón para encandilar a los niños. Pensar es descorrer el telón, despertar al don de otra mirada. Tomar, como haría Neo en Matrix, la píldora roja. El aforista es un Morfeo que ofrece al lector la píldora que podría sugerirle una forma más lúcida de enfrentarse a la realidad, iluminando rincones insospechados que reposan latentes a su alrededor.

En la borrosa frontera entre realidad y ensoñación, imaginación y pensamiento ¿se encuentran el aforismo y la poesía? ¿Qué los une y qué los separa?

Un aforismo precisa sí o sí poner en escena el pensamiento en el lenguaje, mientras que en un poema ésta es sólo una de sus posibilidades. Dispone la poesía de una pluralidad de posibles «modos de abordaje»: la contemplación, el relato, el divagar de imágenes y símbolos, el testimonio o confesión, la representación de la memoria… Ambos confluyen en su común naturaleza de exploración simbólica, pero en el aforismo la fusión que mencionas entre imaginación y pensamiento es la piedra angular, su razón de ser. En el poema es una de sus posibles modulaciones, que vengo defendiendo desde hace años en la medida que responde a mi personal inclinación, pero no la única posible.

Ahora pasamos a tu libro de poesía Duermevela¿Cómo comprendes el verso? ¿Es necesario para la transformación?

Un poema es un estimulante del espíritu, un aguijón de la sensibilidad. Una experiencia análoga en el autor, que rescata de la nada unas palabras, y el lector, que siente despertar en él emociones que permanecían en letargo. A ambos roza en lo más íntimo el poema; a ambos invita a ponerse en camino hacia otra parte.

Duermevela,-de-Eduardo-Garcia.
¿Necesaria, la poesía? Si de mí dependiera la declararía artículo de primera necesidad. Me refiero a la poesía como actitud vital, a la mirada poética. Ese don que tanto puede alcanzarnos en un poema como en una película, una melodía de la infancia, una conversación… ¿Se puede vivir sin un pulmón? Pues sí; se vive menos, peor, respirando poquito, qué se le va a hacer. ¿Se puede vivir sin poesía? ¡Qué duda cabe! Una vida gris, deslucida, una vida sin vida, respirando poquito, sometidos a la implacable rueda del trabajo. Una vida sin poesía se me figura una ascensión agotadora sin ráfagas de luz. Ni una fértil lluvia capaz de hacer brotar la hierba en el desierto. La poesía es el justo reverso de la mecanización de la vida, la certera piedra que hace saltar en pedazos el yugo de la costumbre.

Entre el sueño y la vigilia está la duermevela, ¿qué tipo de percepción y de visiones habita este estado?

El poema nace en las musarañas. Necesitamos detener el tiempo habitual del calendario, la jornada laboral, la vida práctica, para refugiarnos en un ocioso aislamiento en el que nos permitamos divagar. Sólo en el encuentro con nosotros mismos, cuando sentamos en el banquillo al yo racional para concedernos un espacio de juego, comienzan a deslizarse en la bruma las voces de la inspiración. Bajar la guardia para descender a estratos de conciencia más profundos, allí donde el fantaseo se explaya en libertad. Un territorio sin señales, donde es difícil orientarse. Entre sueño y vigilia, en duermevela, nos aguardan las sirenas del deseo, pero también las fauces del dolor.

¿A qué denominas realismo visionario?

Siempre he desconfiado de ese presunto conflicto entre vanguardia y realismo que la crítica ha sacralizado más allá de lo razonable. Por mi parte, me gustaría sentirme un remoto descendiente de la estirpe de Dylan Thomas o Rimbaud, su libre vuelo imaginal, pero también de Claudio Rodríguez, por ejemplo, un poeta en donde la más próxima materialidad, a fuerza de hacerse patente, palpable, acaba por trascenderse —en virtud de la palabra— más allá de la simple mirada de un realismo plano.
Si hay poetas de la memoria y poetas de la imaginación confieso que es mi suerte la de los visionarios».

«Escribo las escenas que me asaltan por sorpresa, las fantasías que se me imponen con un intenso resplandor. Pero acostumbro situar tales visiones en un contexto cercano, natural. Me gusta provocar la «suspensión de la incredulidad» en el lector, y para ello evito por lo común deslizarme hacia lo maravilloso. Para acceder a una más profunda visión de lo real necesitamos explorar a fondo nuestras fantasías, ceder la palabra a cuanto permanece ignorado en la más abrupta oscuridad. Como escribí en un aforismo: «El verdadero realismo funda realidad: siembra abismos y jardines piel adentro».

¿Qué comprende tu espacio imaginal?

No está en mi mano elegir el territorio de mis ensoñaciones. Son ellas las que se me imponen cuando y como quieren. Mi espacio imaginal es un organismo vivo y autónomo. A medida que escribo va desplazándose en diversas direcciones. Hasta ahora me ha llevado tanto a playas tropicales como a atmósferas de pesadilla, aunque acostumbre preferir por escenario, para hacer estallar el prodigio, una calle cualquiera, una cama, un coche, cualquier lugar cotidiano y accesible. Adonde pueda conducirme en el futuro es un misterio para mí. Tal es su desafío y su promesa.

Duermevela es un libro lleno de poesías escritas desde diversos ángulos, sin un hilo común. Hay pocas figuras, escasa retórica, son versos nada herméticos…
Como ya te comentaba, no se trata de una cuestión de decisión o voluntad. Es la poesía quien se apodera de mí para que escriba a su dictado. Lo que sí vengo advirtiendo, libro a libro, es una progresiva proliferación en diversas direcciones. Poco a poco voy conquistando nuevos registros, sin que me abandonen los precedentes. Mi voz tiende, al parecer, a ampliar sus límites, nutrir con savia nueva mi paleta de colores. Si en mi anterior libro, La vida nueva, me atrevía con el vasto poema versicular, ahora, conservando toda una sección en la misma línea, ha venido a incorporarse en mi voz un nuevo registro de poemas breves, esenciales. La omnipresente fragmentación, que todos experimentamos día a día, se va abriendo paso en mis versos, dando a luz libros proteicos, plurales, proliferantes.
En cuanto a la práctica ausencia de retórica… ¡ojalá tengas razón! Es ese uno de los mayores elogios que pueda recibir un poeta. Acude la poesía a reavivar la vida en el lenguaje —la vida del lenguaje—, desechando los fósiles, los tópicos pedestres, las cansinas formulaciones sin fulgor. Como escribí en un aforismo: «Ir retirando capas de palabras muertas, aproximarse al corazón de la manzana».

¿El capitalismo ha desterrado al poeta del mundo?

Nunca ha ocupado el poeta un puesto demasiado relevante en sociedad. Sin embargo, yo diría que fueron los poetas, en el siglo XIX, quienes se desterraron a sí mismos del delirio racionalista, declaradamente antipoético, que representó el positivismo y la revolución industrial. A tan invasora actitud práctico-productiva, beligerante enemiga de todo residuo de fulgor mítico-simbólico, opusieron románticos y simbolistas un olímpico desdén, situándose en los márgenes del sistema. Mientras la novela se convertía en el producto estrella, por su extraordinaria difusión entre las masas, la poesía se afianzó en su condición de «delicatessen» para minorías cultivadas. El capitalismo sólo entiende de cifras de venta y beneficios. Y la poesía, ciertamente, no es negocio. Desde entonces los poetas vamos a lo nuestro, sin esperar nada o casi nada de un sistema que opera en dirección contraria a la palabra: deshumanizando a su paso cuanto toca.
Sí hay, sin embargo, un fenómeno nuevo en nuestros días, otra vuelta de tuerca en la fractura entre capitalismo y creación. En las últimas décadas ha venido a afianzarse la expulsión de la poesía de la escena social. Asistimos a una progresiva reducción de su visibilidad mediática. Los espacios de difusión se han rendido cada vez más a los imperativos del mercado: «tanto vendes, tanto vales». Y la poesía, en cuanto actividad económica, ocupa una posición periférica en la «industria cultural». ¿Cómo competir en atención mediática con el último «freakie» televisivo, el best-seller de moda o una tonadillera a punto de ingresar en prisión? En este contexto adverso, la poesía, desalojada del plató y de la tribuna, tiende a regresar a sus catacumbas, donde por cierto le va de maravilla. Su vocación es navegar contracorriente.

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